Noticias | Fiestas y cultura | 16 octubre 2023

Relato ganador II CONCURSO LITERARIO FÉLIX CASANOVA DE AYALA 2023

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AUTORA: AYARÍ CHICO HERRERA.

FORASTERA

A La Gomera no se llega por casualidad. Y a Agulo, mucho menos. Tienes que estar convencido. Primero debes volar a Tenerife. Luego, llegar hasta el puerto sur de Los Cristianos. Desde allí, tomar un ferry que te lleva a La Gomera. Al llegar, esperar la guagua verde que recorre las sinuosas carreteras de curvas de la isla más montañosa de Europa. Pasar las plataneras de Hermigua. Las que llegan hasta la playa, sí, el plátano huele a mar ahí abajo. Subir  un par de montañas más y, de repente, en lo alto de un cerro, con el mar al fondo y el pico de El Teide en frente, como si de un cuadro se tratara, está Agulo.

Sus calles empedradas, sus casas de colores, las cúpulas de la Iglesia de San Marcos, el olor a mar y a estiércol, sus pocos habitantes y el silencio, sobre todo el silencio, raramente roto, conforman Agulo.

Agustín Escuela nació en Agulo hace 67 años. Lo mismito que su padre, su abuelo y su bisabuelo. De antes no hay papeles, pero seguro que también. Dónde si no. Desde bien pequeño, se encarga de las viñas que se cultivan  en bancales esculpidos a través del acantilado por todos los Escuela. Agustín quiere a esa uva. Forastera. La forastera gomera con la que cada año hace el vino que su hija mediana, enóloga estudiada para su orgullo, ha convertido en el mejor de la isla. A más de treinta euros la botella. Y se las quitan de las manos. Ja, si su padre levantara la cabeza.

Cada mañana, a las siete menos cinco, Agustín apura la pequeña taza de café que le prepara Lupe, desde que se casaron hace 45 años. Se pone el sombrero y sale de casa. Enfila por la Armería, sube la Alameda hasta la Palmita, pasa por la venta de Luis, que a esa hora está barriendo y le da los buenos días, llega a la plaza de la Iglesia y empieza a bajar por la vereda de los Arteaga. A esa hora el Sol empieza a salir y destellan sus reflejos en el mar. Los cernícalos vuelan en círculos buscando peces. Al Teide le asoma un pequeño sombrero de nubes que anuncia lluvias. A ver si es verdad. Nunca ha dejado de sorprenderse por la belleza de esta imagen tan cotidiana. A él no le hace falta viajar para ver cosas bonitas. Qué tontuna. Él, con llegar a sus viñas y oler su forastera, siente que tiene el cielo ganado.

A Don Aurelio Arteaga ya lo han sentado en su banquito fuera del lagar. A sus noventa y dos años ya no trabaja en la huerta, pero no ha perdido el hábito de madrugar. Los hombres de campo no son gandules y como él dice, a los míos tengo vigilarlos, el día que yo falte, algún destrozo harán.

– Buenos días, compadre.

– Pa mí todos son buenos – responde don Aurelio mientras entrelaza a

duras penas unas caracolas en unas tiras de cuero.

– ¿Otro collar para la nieta?

– Otra cosa ya no puedo.

Agustín saluda con el sombrero y sigue bajando por la vereda. Piensa que si su padre viviera, estaría ahí sentado con don Aurelio Arteaga, cuidando la uva, como tantos años mano a mano, día a día.

La huerta de los Arteaga linda con la de los Escuela desde siempre, y aunque los Arteaga hacen el vino sólo para el país y la bodega se les quedó chica, llevan más de cien años compartiendo jornada.

Agustín se pasa la mañana con el aclareo de los brotes, sólo quiere lo mejor. Cuando se siente en el aire un ligero olor a brasas, sabe sin mirar el reloj que ha llegado la hora de comer. Coge la vereda esta vez hacia arriba, le dice a Don Aurelio Arteaga que hasta después y se va a casa a comer.

Potaje de berros con gofio. Le pica unos taquitos de queso de cabra de Plácido. Qué bueno está. Manga de postre. Siesta en el sillón y a las cuatro menos cinco apura el café de Lupe en vasito de cristal. Enfila la Armería, sube la Alameda hasta la Palmita , pasa por la tienda de Luis, que a esa hora está cerrada. Se escucha la novela a través de la ventana. Pasa la Iglesia y coge la vereda de los Arteaga.

El banquito de Don Aurelio Arteaga está vacío.

Se da cuenta de que nunca lo había visto así.

Se detiene en frente. Se fija en el desgaste de la madera por el medio, en el asiento. Parece de tea. Cuántos años tendrá.

Se asoma al interior de la vieja bodega de los Arteaga. Qué destartalada la tienen. Pobre Aurelio que ya no puede hacerse cargo. El hijo no salió a él para el campo. No hay nadie dentro.

En las viñas tampoco.

Agustín da la vuelta extrañado, apura el paso y sube la vereda. Llega a la Iglesia, coge la Palmita y gira hasta el Calvario. Para en la casa azul añil de toda la vida y toca en la puerta de los Arteaga.

Abre José, el hijo mayor. El que se encarga ahora de la viña. Aprendieron juntos a leer en casa de Mariquita la maestra, jugaron al fútbol con pelotas de trapo, saltaban hogueras y hasta vaciaron una barrica de vino unas fiestas de San Marcos. Menuda bronca les cayó. José nunca se casó. Se volvió taciturno. Enfurruñado. De casa a la huerta y de la huerta a casa, siempre con su padre, don Aurelio Arteaga.

– Mi padre ha muerto. Mañana es el entierro – y le cerró la puerta en las narices.

Ese día, Agustín no trabajó. Fue con Lupe a la Iglesia a acompañar a la familia Arteaga. Después paseó por las viñas recordando a su padre y toda una vida con don Aurelio Arteaga. La familia no se elige, pero ésta casi que sí. Pensó en sus hijas, en sus nietos, en sus manías, en Lupe y sintió la vida escurrirse, como se escurre la uva que queda en el lagar después de pisarla. A las siete y cinco del nuevo día Agustín ya baja por la vereda de los Arteaga. José está sentado en el banco de su padre. Con su ceño fruncido. Agustín le da los buenos días y le pregunta cómo lo lleva, mientras echa de menos la imagen del viejo en el banquito de tea. José no responde. Le mira a la cara. Coge aire intensamente y con fuerza, le escupe. Agustín no reacciona. Se queda quieto. Inmóvil. Sin respirar. José coge aire, esta vez más rápido y vuelve a escupirle.

– ¿Qué haces desgraciado? ¿Te has vuelto loco de remate? – dice Agustín tembloroso de pies a cabeza.

– Esta vereda es mía, y escupo donde me sale de los cojones.

Agustín echa andar vereda abajo tropezando con alguna piedra por los nervios. No da pie con bola en la viña. No consigue atenderla. A la media hora se da la vuelta y regresa a casa. José no está en el banco.

Se lo cuenta a Lupe, que lo tranquiliza. Perdónale, no ves que siempre le ha faltado un agua, nunca ha sido muy completo, estará alocado por lo del padre. Y le prepara un agüita guisada mientras Agustín se da una ducha y se restriega la cara con fuerza hasta dejar la piel roja encendida, intentando arrancar la sensación del escupitajo que le revuelve las tripas.

Al día siguiente, sin café y sin dormir, Agustín Escuela llega a la vereda. José Arteaga mira al frente sentado en el banco del padre. Agustín coge aire y pasa sin dar los buenos días. José le escupe. Dos veces.

Agustín piensa en su padre y en su vino. Sigue andando. Dios dame paciencia. Atiende sus viñas mejor que nunca. No se va a quedar sin su forastera por un trastornado. Y así, una semana, dos y tres meses.

Agustín ha perdido el sueño. Ha perdido hasta el apetito. Se ha hecho un agujero más en el cinturón y se levanta con un saco de hormigón en el pecho cada día. Le duele hasta el respirar.

Hoy, cuando pasa por delante de José, le agarra por la pechera y este aprovecha para escupirle justo en el medio de la cara. Dos veces.

– Pero ¿qué quieres condenado? Dime qué te he hecho. No se te cae la cara de vergüenza, si tu padre te viera te daría una paliza. Que eres dos años más viejo que yo José. Que nos hemos criado juntos. Que os hemos dejado de todo.  Que no seas bandido y sinvergüenza. Que estás acabando con mis nervios malnacido.

– Esta vereda es mía y por muy listo y muy chulo y por mucho vino de rico que tú hagas, esta vereda es mía y escupo si me da la gana.

Esa noche en casa Agustín vomita la cena. Tiene sudores fríos y no consigue dormir. Lupe está desesperada. Le hace un agüita con tila, pero no consigue beberla. La hija le llama. Papá, lo he hablado con una abogada. Lo vamos a denunciar en el Juzgado. Esto se va a acabar. Agustín tiembla. Siente el corazón en la garganta. Cree que va a explotar. La cama le quema. No consigue descansar.

A las siete menos cinco del nuevo día enfila la Armería con paso firme, sube la Alameda hasta la Palmita y coge la vereda. Es el primer día de su vida que no mira el amanecer. Ni de reojo.

José Arteaga está en el banco sentado con las piernas separadas y con esa cara de idiota que Dios le ha dado. Esperando el muy cabrón. Moviendo la nuez en clara señal de anticipación. Agustín ralentiza el paso, con cada pisada menea la bota en la tierra, como si quisiera estampar las huellas para siempre en la vereda. Se para delante de José Arteaga, que respira hondo, carraspea y con esa boca de cerdo le escupe al centro del pecho. Agustín tarda menos de un segundo en colocar la escopeta de cazar conejos que lleva colgada a la espalda frente a la cara del imbécil y aprieta el gatillo. Pum. Se escuchó en todo el pueblo. Pum. Dos veces.

José cayó al suelo fulminado. La sangre chorreó por la tierra, cubrió unas hormigas y una caracola que quedaba semienterrada. Agustín se fijó de nuevo en el banco. Otra vez vacío. Con la tea desgastada por el centro. Como debía quedarse. Tiró la escopeta al suelo y bajó la vereda.

La altura del Sol proyecta la sombra del Teide sobre el mar. No hay una sola nube. Un cernícalo vuela en círculos. Qué bonita está la viña. Ya hay brotes florecidos. Cómo huele la forastera. Qué maravilla. Agustín suspira de verdad. Sabe que no necesita más para sentir que tiene el cielo ganado.

FIN

Ayarí Chico Herrera

Fiestas Lustrales 2023

La Gomera


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