Noticias | Fiestas y cultura | 8 octubre 2025

«LA LÁGRIMA QUE ME ENSEÑÓ A SONREÍR» DE MARISOL REINOSO FERNÁNDEZ

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(RELATO GANADOR DEL IV CONCURSO LITERARIO FÉLIX CASANOVA DE AYALA)

Dicen que una lágrima podría contener un océano entero. La mía nació aquella tarde en el aeropuerto de La Habana, cuando tuve que separarme de mi esposo y de mi hijo. En esa turbulenta tarde de marzo, en los ojos de mi marido vi una lágrima contenida: la más dolorosa y significativa que he presenciado jamás.

En aquellos momentos parecía pesar más que mi propia maleta, más que todo el viaje. Sentía que mi alma partía al dejar atrás ese pedazo de mí, mientras mi niño lloraba con los brazos extendidos, moviendo sus pequeñas manos y sus ojitos enrojecidos reclamando por mamá. Nunca nos habíamos separado y, en ese instante, me juré que aquella lágrima sería mi guía en la travesía que me esperaba y que nunca la olvidaría. Le debía toda mi lealtad.

No sé cómo tuve fuerzas para caminar hacia adelante, mis pasos eran muy torpes, los sonidos de los altavoces me recordaban la proximidad de la nueva realidad, los pasos apresurados de los pasajeros y los sollozos mezclados con el murmullo del aeropuerto quedaron grabados en mi memoria, pero lo hice. Subí al avión con un nudo en la garganta y aquel dolor tan fuerte de no mirar hacia atrás y con la determinación de que un día muy pronto, volveríamos a estar juntos… Dejaba mi carrera como ingeniera forestal y profesora universitaria, mi tierra natal y mis raíces, pero llevaba conmigo una certeza: por mi familia, que me esperaba al otro lado del salón, podía comenzar de cero, aunque doliera el corazón en cada respiro.

Los primeros tiempos en La Gomera no fueron fáciles. La isla me recibió con sus montañas y picos elevados, el olor a salitre en el aire y la brisa cálida que te acaricia dándote la bienvenida, tan diferente al aire denso de Cuba, pero también con la dureza de empezar de nuevo. La adaptación a los cambios siempre es muy dura sobre todo cuando estamos lejos de lo que más amamos.

Entre mis 2 islas, en las que a veces siento que estoy atrapada Cuba y La Gomera se dibuja un puente invisible que une mis dos mundos. De mi tierra natal traje el recuerdo de un sol ardiente que calienta la piel, el olor del café recién colado en las mañanas junto a las conversaciones de los vecinos, la música que brota sin pedir permiso de cada esquina o casa, y la nostalgia de un hogar lleno de voces queridas e incertidumbre. En La Gomera, en cambio, encontré nuevas raíces: su música hace vibrar la tierra, el saludo sincero de la gente, el silencio de sus montañas y la calma que te abraza al contemplar el mar. Cuba me dio la raíz y La Gomera me ha dado las alas.

La gente gomera me fue acogiendo poco a poco.” Porque tampoco a primera vista se fían, claro no te conocen…”, hay que ganarse con hechos su confianza y estima. Su carácter noble, su cercanía, su manera de hacerme sentir parte de su vida, me dieron un sostén que no esperaba. En cada sonrisa, en cada “buenos días” hallaba un bálsamo para la soledad. Día tras día descubría sus costumbres, su acento melodioso, forma de vivir, sus tradiciones.

Pronto comprendí que en esta isla hermosa la vida late con fuerza en cada fiesta, en cada romería, en cada mesa compartida o en un bar donde se disfruta la complicidad de una cerveza o de un humeante cortado; pero lo más importante es la reunión, la compañía, las risas, el buen rato.

De profesora pasé a empleada de hogar y auxiliar de ayuda a domicilio, trabajos que he realizado con dedicación y profesionalidad. Nunca se me han caído los anillos como decimos: consciente que el trabajo honrado siempre dignifica, y cada euro que ganaba era una semilla para el futuro. A veces me dolía la espalda y las manos de tanto fregar, otra tropezaba con mis prisas y caía, pero pensaba en mi marido y en los lamentos de mi niño, y el haber llegado hasta aquí con el sacrificio de todos y ahí encontraba la fuerza para seguir.

Todavía recuerdo la primera vez que asistí a una Bajada Lustral de la Virgen de Guadalupe. La isla entera se vestía de fiesta: calles engalanadas, olor a flores frescas, y la música tradicional que te llena de afectos encontrados. Entre chácaras, tambores y voces que cantaban, los pies se movían solos, arrastrados por su fuerza. Me emocioné mucho: pensé que, aunque venía de lejos, ese latido también podía ser parte de mí y así ha sido. Todo lo disfrutaba por vez primera y era muy hermoso.

Igualmente, como era de esperar descubrí algo que me sorprendió e intrigó: el silbo gomero.

Esa lengua a través de silbidos que se abre paso entre barrancos y montañas me pareció un milagro. Era como escuchar la voz del viento cargada de mensajes, como si la isla misma hablara. Qué bonito y mágico me parecía todo.

Recuerdo a un vecino que me dijo sonriendo al ver mi interés:

Mira, guapa aquí no hay montaña que nos separe. El silbo siempre encuentra el camino. Es nuestra identidad y orgullo.

Yo lo escuchaba y pensaba también en Cuba, en la distancia que me separaba de los míos, y en cómo aquel lenguaje ancestral me recordaba que la comunicación y el amor siempre encuentran la manera de llegar.

En una ocasión, mientras trabajaba en casa de una señora, me miró a los ojos y me dijo con cariño:

Tú ya eres de aquí, hablas parecido a nosotros, haz aprendido muy pronto hacer nuestros platos favoritos y te has apegado a nuestra cultura, hasta me ganas jugando al cinquillo. Y comenzó a reír a carcajadas. La verdad que la pasamos muy bien siempre juntas.

El día que volvimos a estar los tres juntos creo que, por hacer una comparación justa la alegría que sentimos superaba aquella tristeza de antaño. Yo había cumplido mi promesa. En mi interior se mezclaban todo tipo de sentimientos: felicidad, incredulidad…lloraba, reía y los abrazaba sin poder soltarlos. El sacrificio de aquellos años había dado fruto: teníamos un hogar en esta isla maravillosa, y nuestro amor seguía intacto, que era, de todas las cosas, lo más importante. Ahora, cuando salimos en familia a disfrutar de las fiestas, siento que celebramos mucho más que una tradición: celebramos la unión, la fortaleza y la vida.

Mi hijo llegó a la isla muy pequeño, y pronto se convirtió en un niño gomero de pies a cabeza. Corría entre polvos blancos en las fiestas del carnaval, reía en el entierro de la sardina y disfrutábamos de cada romería, probando platos típicos en largas mesas junto al mar con gran curiosidad, donde se mezclaban el aroma de la carne de cabra guisada, las papas arrugadas y el mojo rojo. Más tarde nos aficionamos también a las paellas, a los pescados frescos y a los guisos que reconfortan el alma. Yo los miraba, con sus risas limpias llenas de alegría, y sentía que las lágrimas del pasado se estaban transformando en raíces nuevas, que buenos tiempos estaban por llegar.

Hace poco recibí la homologación de mi título de ingeniería forestal y medio natural en España. Ha sido un camino largo, lleno de desafíos, pero también de aprendizajes. Pienso que me lo he ganado, después de tantos años de lucha. Y, aun así, sigo agradecida de cada trabajo humilde que me ha permitido sostener a mi familia, porque en esas casas, entre olores de jabón y madera, entre sueños acabados, ilusiones y despedidas aprendí tanto sobre la dignidad humana como en la mejor aula universitaria, encontré más que empleo: hallé calor humano, consejos, y muchas veces, un abrazo silencioso que te dice que eres parte de ellos.

Hoy, después de más de una década, ya son muchos años, de tantos eventos juntos, experiencias vividas, luchas libradas, puedo decir que La Gomera no es solo el lugar donde vivo: es parte de mi historia y de mi corazón. Aquí aprendí que la tristeza puede transformarse en esperanza, y que cada festividad no son solo celebraciones, sino abrazos colectivos que nos recuerdan que no estamos solos.

Cada vez que escucho sonar las chácaras, cada vez que mi hijo levanta la vista hacia los fuegos artificiales de una fiesta de fin de año, recuerdo que aquella lágrima que vi en el aeropuerto no fue el final, sino el comienzo de un nuevo camino. Un camino que seguimos juntos entre estas montañas, el mar infinito y su bella gente, llegué hasta aquí, sí: a una isla que me abrió los brazos y que hoy siento, con orgullo, como mi nuevo hogar, el ser de nuestra historia y el refugio donde crece mi familia.

 

 

 


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